Los rasgos nocivos de nuestra “mexicanidad” en el cine de Luis Estrada
- Natalia Martínez: @NataliaMa2
- 14 abr 2017
- 8 Min. de lectura

Antes el cine era diferente: llenaba de ilusión, exaltaba y llevaba al borde de las lágrimas a quien decidiera invertir dos horas de su ocupada jornada en una de esas butacas acartonadas. Los tiempos han cambiado. Ya no volverá Pedro Infante a cantarle a su enamorada con voz melancólica. ¿Habrá otra representación de la belleza mexicana como la del rostro de Dolores del Río? ¿Quién se atreverá a retratar nuestras nubes y paisajes como lo hizo Figueroa? Nadie parece estar interesado en contarnos ya aquellas historias llenas de folclore e indigenismo como lo hizo Emilio el Indio Fernández. La nostalgia por la tan aclamada Época de oro del cine mexicano, por esos tiempos en los que “todo era mejor”, se nos sujeta a la garganta mientras observamos cómo nuestro país se va consumiendo por las injusticias sociales, el sensacionalismo de un internet mal informado y sin argumentos, el miedo a dejar de ser la novia sometida de Estados Unidos, el nuevo PRI cuyo lema parece ser el de “saquear todo porque el 2018 seguro que no lo ganamos”, entre muchos otros dilemas.
Entonces, viéndonos rodeados por un panorama que nos hace dudar si saldremos con vida de este 2017, optamos por mirar atrás y recordar cuando las cosas eran mejores. “Ya no hacen cine así”, nos decimos y alzamos el pecho orgullosos pero melancólicos por lo que algún día fue la industria cinematográfica de nuestro país. ¿Qué es lo que hace del cine de los años 40’s y 50’s tan distinto a las crudas producciones posteriores? Su utopía. Pero recordemos que lo utópico carece de realidad.
La época del cine de oro mexicano expone, en palabras de Monsiváis, “los autos sacramentales de la sociedad”, personajes poco realistas, llenos de coraje, que aprovechan la grandeza de la tierra.
Estas películas, al igual que pasó en Hollywood, se cimentaron sobre las bases del melodrama dejando los problemas sociales como simple escenario. Aquí abundan los enfrentamientos entre el bien y el mal en los que el virtuoso resulta triunfador. La sociedad se ve reducida a un número de personajes estereotipados y a ciertos estilos de vida que caen en el cliché. Un país que convive en armonía a pesar de las abismales diferencias sociales. ¡El acentito ése! Los ambientes rurales, los trajes típicos. El macho con sombrero de charro y la mujer de trenzas largas y negras: la esencia de la “mexicanidad”.
“Los pobres mueren como si fueran ricos, los ricos sufren por no gozar como si fueran pobres, las familias son el infierno celestial, y el amor es la única redención previa a la muerte.” – Carlos Monsiváis
El cine de la época de oro era un mural muy al estilo de Rivera, donde los miembros de esta nación tan problemática confluían en armonía y respeto, navegando con la resignación como estandarte y con la meta última de enamorarse. Siempre es mejor pasar nuestras dos horas en la butaca soñando, en lugar de despertando. Es tal vez por eso que añoramos tanto los tiempos en los que nuestro cine se caracterizaba por la belleza de una sociedad hegemónica y no una en caos. Pero una dosis de realidad nunca hace daño para caer en la cuenta de quienes somos en realidad. Un poco menos de amores prohibidos, de héroes valerosos, y más de cómo funcionan las cosas en el país es primordial para despertar nuestra conciencia tan adormecida. Para esto recomendamos tres películas incómodas de un cineasta claramente inconforme: Luis Estrada.
Culpamos al gobierno de todas nuestras penas e infortunios, pero: si el gobernador te pidiera incorporarte al partido para hacerte el presidente municipal de tu pueblo, ¿qué harías? Y… ¿Cuánto robarías? Fue eso lo que le pasó al personaje principal de esta película. A Juan Vargas (Damián Alcázar) le ofrecen ser el nuevo presidente municipal de San Pedro de los Saguaros. “Modernidad, paz, progreso y justicia social” entona al tomar posesión, creyéndose cada palabra.
“Esto no es una dictadura. No, no, no, perdónenme. Si para eso hicimos una revolución. En este país el voto se respeta, no es nuestra culpa que la gente siempre vote por mi partido.” – Juan Vargas, La Ley de Herodes.
Al poco tiempo, el pobre, se da cuenta de lo corrompido que está el sistema. Y por sistema no nos referimos únicamente a los gobernantes, sino al padrecito del pueblo, al prostíbulo y a la manera de resolver problemas por los habitantes de San Pedro de los Saguaros. Juan Vargas entiende que la cosa en el país funciona según la Ley de Herodes: O te chingas, o te jodes. Recordemos que Herodes llega a la corona por medio de la sangrienta persecución de la antigua familia reinante para así quedarse en el trono. ¿Qué fue capaz de cometer un partido para consolidarse como la única opción política? ¿Y si tú fueras parte de ese partido en el poder, qué tanto hubieras concedido para que no se te quite de tu puesto?
“Recuerda que en este país el que no tranza, no avanza” – el gobernador Sánchez, La Ley de Herodes.
En 1999, el año de su estreno, se intentó vetar la película, por lo que renunció Eduardo Amerena a su puesto como director del Instituto Mexicano de Cinematografía, lo cual, obviamente, llevó al filme a ser uno de los más taquilleros de la historia. Podríamos decir que con este estreno dimos el primer paso hacia la liberación de una censura a la que llevábamos esposados más de 70 años.
“Esa guerra contra el narco ha dejado más muertos que la revolución.” – El Infierno
Volvemos a lo mismo, pasar dos horas en una butaca para asumir que el país se encuentra secuestrado por la violencia no es fácil, pero sí necesario. Con dosis de sarcasmo y un humor muy negro, Luis Estrada nos muestra lo que es crecer y vivir en un rancho sumido en la pobreza y la negligencia en el que la única manera de ganar algo de dinero es vendiéndole tu alma al capo de alguno de los cárteles de la zona.
El filme narra el regreso de Benjamín García (otra vez Damián Alcázar) de los Estados Unidos a su pueblo San Miguel Narcángel con la ilusión de montarse, con sus ahorraditos, un negocio y ponerse a trabajar. Al volver nada es como él recordaba: la pequeña empresa en el país ya no subsiste, su rancho se ve conquistado por una ola de terror y muerte y la única manera de salir adelante es sumándose al crimen organizado.
El país es incapaz de proveer oportunidades de superación por medio de calidad educativa, trabajo y salarios dignos, a un elevado porcentaje de la población. Con decir que el 43% de los mexicanos de 15 años o más no cuenta con la educación básica completa. El gobierno, en lugar de erradicar el problema desde la raíz, opta por comenzar una “guerra contra el narcotráfico”. El infierno nos muestra la tan cruda realidad de las comunidades marginadas, rezagadas, esas a las que tantos no miran porque irritan. La vida desde el punto de vista del narcotraficante al que no le quedó de otra más que desmoralizarse por completo para así lograr darle de comer a sus cinco hijos, como es el caso del Cochiloco, un padre amoroso pero capaz de matar a su hermano. “En esta vida a todo se acostumbra uno, menos a no comer.”
En el 2014 el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres nos posicionó como el tercer país con más muertos por conflictos armados en el mundo. En el 2016 batimos record, según el reporte del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP), en el país hay 56 asesinatos por día.
En el bicentenario de nuestra independencia Luis Estrada lanza esta película cuestionándonos: ¿Hay algo que celebrar?
El título de la película hace referencia a la manera en que describió Marío Vargas Llosa al país en cadena nacional el 30 de agosto de 1990.
“La dictadura perfecta no es el comunismo, no es la unión soviética, no es Fidel Castro, es México, porque es la dictadura camuflada de tal modo que parece no ser una dictadura, pero que tiene, si uno escarba, todas las características de una dictadura: la permanencia de un partido inamovible.” – Marío Vargas Llosa.
Un cuarto de siglo después de las declaraciones del Premio Nobel de Literatura, en el 2014, se estrena este filme y utiliza como título la denominación de Vargas Llosa a nuestro país: “La dictadura perfecta”. La última película de Luis Estrada no ha sido un éxito para la crítica especializada. No obstante, a pesar de la opiniones encontradas, el filme saca a relucir algunos elementos que hay que tomar en cuenta.
Estrada señala la mancuerna que utilizan los dictadores y la principal cadena de televisión de nuestro país para influir en la opinión pública y el voto de la población: ese sensacionalismo mediático tan barato con el que los políticos tapan sus errores y muestran sus escasas gracias. El melodrama telenovelezco hecho noticiero. En el filme Carmelo Vargas (Damián Alcázar, para no variar) en el afán de lavar su imagen firma un costoso contrato con la principal empresa televisiva de México. Así los medios se dedican a distraer al público de sus actos de corrupción y destruir a la oposición.
El filme atina en retratar el miedo tan poco fundamentado que se respira del norte al sur de la nación, señalar el creciente número de líderes de opinión que en vez de utilizar la verdad o el argumento como medida de valor usan la viralidad, nuestra afición por el escándalo por encima de la justicia y cómo el gobierno y los medios de comunicación se aprovechan de esto para prevalecer en el poder.
Por encima de su caricaturización y sus lugares comunes, esta cinta se encarga de desnudar a ese nuevo-viejo PRI que regresa a la silla presidencial con una Ley de Herodes renovada para que parezca estar ad hoc a los tiempos del Facebook.
Cubrirse los ojos con la venda de la nostalgia por un ayer sobrevalorado para evitar postrarnos ante nuestro escalofriante presente es fácil. Queremos ser ese pueblo de charros y de adelitas, de ideales revolucionarios con las ilusiones de la época de oro del cine mexicano. Abrir los ojos, caminar conscientes del bagaje tan vergonzoso que como mexicanos nos corresponde a todos y cada uno, siempre resulta mucho más difícil. Para dejar a un lado nuestras obsesiones y carencias, es necesario sobrepasar la etapa de negación colectiva en la que nos encontramos (nuestro constante creer que la culpa la tiene el de arriba o el de abajo o el de alado, pero nunca yo). Son necesarias las historias que no intenten cubrir los baches de nuestra sociedad con tintes de conformismo, con estereotipos simples y vidas quiméricas. Una dosis de realidad cinematográfica, de humor negro, de sarcasmo, de ironía política, puede ser un buen primer paso hacia la autoevaluación: ¿Ponemos de nuestra parte para que prevalezca La ley de Herodes mexicana? ¿Cuánto seriamos capaz de auxiliar a la corrupción con tal de llevarnos una mochadita? ¿Qué tanto ignoramos o colaboramos en que la inequidad del país continúe nutriendo con personal al crimen organizado? ¿Qué hacemos para cambiar todo lo que nos muestra Estrada en su cine, aparte de subirnos al tren del altruismo cibernético con cada share o cada tuit pseudo-humanitario y poco objetado? Si formáramos parte del grupo que ahora gobierna este país, ¿Seríamos tan cínicos y desvergonzados como ellos?
El cine de Estrada es, al contrario de la época del cine de oro, pesimista. Retrata, sin maquillaje, a un país que se encuentra hundido en un caos cíclico y constante. Sin embargo, la realidad no siempre tiene que ir orientada al pesimismo: ojalá la próxima película de Luis Estrada contenga aunque sea un poquito de esperanza, pero, bueno, eso no depende más que de nosotros.
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